EL ANCIANO. —¡Vivía esta mañana!... La encontré al salir de la iglesia... Me dijo que se
iba a ver a su abuela a la otra orilla de ese río donde la habéis encontrado... No sabía
cuándo me volvería a ver... Sin duda ha estado a punto de pedirme algo; después no se
ha atrevido, y se ha separado de mí bruscamente... Pero ahora lo recuerdo... ¡Y no vi
nada!... Sonreía, como sonríen los que quieren callarse o los que tienen miedo de que no
se les comprenda... Parecía que esperaba con pena... casi no me miraba...
EL FORASTERO. —Unos campesinos me han dicho que la han visto vagar sola hasta la
noche por la orilla... Creían que estaba buscando flores... Puede que su muerte...
EL ANCIANO. —No se sabe... ¿Se sabe nunca algo?... Acaso era de las que no quieren
decir nada, y cada uno lleva en sí mismo más de una razón para no vivir... No vemos
dentro del alma como vemos en esa habitación. Todas son así... No dicen más que cosas
indiferentes, y nadie sospecha nada... Vivimos meses y meses al lado de alguien que ya
no es de este mundo y cuya alma ya no puede inclinarse; le respondemos sin pensar en
ello, y ved lo que sucede... Parecen muñecas inmóviles, y en su corazón suceden tantos
acontecimientos... Ni ellas mismas saben lo que son... Hubiera vivido como viven las
demás... Hubiera dicho hasta el día de su muerte: “Señor, Señora”, “¿Lloverá esta
mañana?”; o “Vamos a almorzar; seremos trece a la mesa”; o “La fruta no ha madurado
todavía”. Hablan sonriendo de las flores que se han caído, y lloran en la oscuridad... Ni
un ángel vería lo que es preciso ver, y el hombre no comprende hasta después... Ayer
noche estaba ahí bajo la lámpara, como sus hermanas, y si esto no hubiese sucedido, no
las veríamos como hay que verlas... A mí me parece que las veo por primera vez... Hay
que añadir algo a la vida ordinaria antes de poder comprenderlas... Están a nuestro lado,
nuestros ojos no se apartan de ellas, y no las vemos hasta el momento en que se
marchan para siempre... y, sin embargo, ¡qué alma tan extraña debió de tener!; un alma
pobre, ingenua, inagotable, ¡hija mía!, si dijo lo que debe haber dicho, si ha hecho lo
que debe haber hecho...
(...)
EL ANCIANO. —Ya ves como también pierdes el valor... Harto sabía yo que no debíamos
mirar. Tengo cerca de ochenta y tres años y es la primera vez que me ha herido la vista
de la vida. No sé por qué todo lo que hacen me parece tan extraño y tan nuevo... Están
esperando de noche, sencillamente, a la luz de su lámpara, como hubiéramos nosotros
esperado a la luz de la nuestra; y, sin embargo, creo verlos desde lo alto de otro mundo,
porque sé una verdad pequeña que ellos no saben todavía. ¿Es eso, hijos míos?
Decidme, ¿por qué estáis también pálidos? ¿Hay acaso otra cosa que no pueda decirse y
que nos hace llorar? Yo no sabía que hubiese en la vida algo tan triste y que diese miedo
a los que lo miran... Y aunque no hubiese sucedido nada, me daría miedo verlos tan
tranquilos... Tienen demasiada confianza en este mundo... Están ahí separados del
enemigo por pobres ventanas... Creen que no sucederá nada porque han cerrado las
puertas, y no saben que siempre sucede algo en las almas y que el mundo no se acaba en
las puertas de las casas... Están tan seguros de su vida menuda y no sospechan que hay
otros que saben de ella más que ellos; y que yo, pobre viejo, aquí, a dos pasos de su
puerta, tengo entre las manos toda su menguada felicidad y no me atrevo a abrirlas...
MARÍA. —Tened compasión, abuelo...
EL ANCIANO. —Tenemos compasión de ellos, hija mía; pero nadie tiene compasión de
nosotros.
MARÍA. —Decídselo mañana, abuelo; decidlo cuando sea de día... No les dará tanta
pena...
EL ANCIANO. —Tal vez tengas razón... Valdría más dejar todo esto en la noche. Y la luz
consuela el dolor. Pero ¿qué nos dirían mañana? La desgracia hace celosos a los que la
padecen; y aquellos a quienes ha herido quieren saber antes que los extraños. No
quieren que se deje su desdicha en manos de los desconocidos... Parecería que les
habíamos robado algo...
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