jueves, 3 de diciembre de 2009

Lisbon Revisited (F. Pessoa)

No: no quiero nada.Ya os he dicho que no quiero nada.

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.

¡No me traigáis estéticas!
¡No me habléis de moral!
¡Llevaos de aquí la metafísica!
¡No me pregonéis sistemas completos, no me pongáis en fila
conquistas de las ciencias (de las ciencias, Dios mío, de las ciencias);
de las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!

¿Qué mal he hecho yo a todos los dioses?

Si tienen la verdad, ¡guárdensela!

Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.
Aparte de esto, estoy loco, y con todo el derecho a estarlo.
Con todo el derecho a estarlo, ¿habéis oído?

¡No me incordiéis más, por el amor de Dios!

martes, 17 de noviembre de 2009

Ni me entiendo ni me entienden-Concha Méndez

Ni me entiendo ni me entienden;
ni me sirve alma ni sangre;
lo que veo con mis ojos
no lo quiero para nadie.

Todo es extraño a mí misma,
hasta la luz, hasta el aire,
porque ni acierto a mirarla;
ni sé cómo respirarle.

Y si miro hacia la sombra
donde la luz se deshace,
temo también deshacerme
y entre la sombra quedarme
confundida para siempre
en ese misterio grande.

lunes, 9 de noviembre de 2009

LAS IMAGENES POSIBLES -Lezama

Apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el nacido dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad, continuo. Su testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de nacer, va saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen. La imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles. El hecho mismo de su aproximación indisoluble, en los textos, de imagen y semejanza, marca su poder díscolo y cómo quedará siempre como la pregunta del inicio y de la despedida; pues cuanto más nos acerquemos a un objeto o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más grotesca precisión que es un imposible, una ruptura sin nemósine de lo anterior. Ni es posible que un orgullo desacordado al enarcar la red de la imagen pueda prescindir de la constitución de los cuerpos de donde partió. La semejanza de una imagen y la imagen de una semejanza, unen a la semejanza con la imagen, como el fuego y la franja de sus colores. En realidad, cuando más elaborada y exacta es una semejanza a una Forma, la imagen es el diseño de su progresión. Y es cierto que una imagen ondula y se desvanece sino se dirige, o al menos logra reconstruir un cuerpo o un ente. Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen; él siempre se ha sentido como un cuerpo que se sabe imagen, pues el cuerpo al tomarse a sí mismo como cuerpo, verifica tomar posesión de una imagen. Y la imagen al verse y reconstruirse como imagen crea una sustancia poética, como una huella o una estela que se cierran con la dureza de un material extremadamente cohesivo. Pues solamente de la traición a una imagen es de lo que se nos puede pedir cuenta y rendimiento. Todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen y el mismo testimonio corporal se ve obligado a irse al pozo donde la imagen despereza soltando sus larvas. Y la escisión de semejanza e imagen presupondría un cuerpo bordeado como un ejercicio en sus límites imposibles. Límite que sería un ejercicio, no la inocencia ni el don órfico del canto. Y como la semejanza a una Forma esencial es infinita, paradojalmente, es la imagen el único testimonio de esa semejanza que así justifica su voracidad de Forma, su penetración, la única posible, en el reverso que se fija.
De ese mismo testimonio, el desdoblamiento del cuerpo y ser se sitúa en esa interposición de la imagen. Cómo concurre el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, sus sobrantes, las libres exploraciones que cumple antes de regresar a su morada. Cómo ese ser puede contemplar el cuerpo formando la imagen o el mismo ser reocupando el cuerpo para formar un objeto. Pero tanto el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, como sus vicisitudes, o en ocasiones su oscuro desenvolvimiento, sólo puede ser testificado por la imagen; pues si el ser tomase proporcionada posesión del cuerpo o si el cuerpo fuese su justa y absoluta morada, la imagen desaparecería o habitaría una planicie sin cogitación posible. Ya que el viaje incógnito de ese ser hasta posarse en nosotros y su posterior definitiva despedida, forma un ente, el cuerpo de la imagen, ¿nadie podrá volver a pasar por allí? Las interposiciones entre lo sucesivo; las pavorosas distancias entre una y otra ventana y la tropa en que cada guerrero estrena un distinto uniforme, y que forman las espumantes, indetenibles metamorfosis. Cada objeto hierve y entrega sucesión. La jarra suda su agua estancada, y de esa podredumbre estática, donde se sientan los insectos a esperar, la flor conduce su testa en la frialdad aconsejable para su frente. A la maravilla de que entre esos saltos se establecen interposiciones, imágenes, queda esa distancia vacía evidenciada en la metáfora. Las vicisitudes de un hombre que se desplaza y las vivencias de ese desplazamiento llegan a nosotros como un todo que ni exhala ni absorbe, pues la red de las imágenes forma la imagen, y aquel desfile de guerreros de distinto uniforme se convierte ahora en el primero que llega a la puerta o en el que se aleja desmesuradamente. Tanto una brutal cercanía como el más progresivo alejamiento, forman un inmediato capaz de endurecer y resistir la imagen, y a pesar de esa distancia será siempre lo primero que llega. De cada metamorfosis, de cada no respuesta, de cada súbita unidad de ruptura y de interposición, se crea esa imagen que no se desvanece, y las palabras que vamos saltando, despreciando su primera imantación asociativa; la otra cohesión que exige de la palabra la metáfora ofrece en su contrapunto, la formación de ese otro cuerpo integrado por la sustancia poética que ha logrado el ente de creación, el germen sucesivo, ya que lo primero que llega es el siempre que se va quedando.
En el período mítico helenístico, siglo vii a. C., el concepto de revelación encarnada se verifica con una ingenua desenvoltura. La causalidad se borra y lo primero que llega toma agudeza y precisión. El arte en el período mítico, en aparente paradoja, aparece gobernado y como una entrega que se ha hecho a totalidad. Encontramos la misma destreza, y como la eterna ocupación de algo que le fue entregado al hombre. La misma sensación de posesión, y no de tierra desconocida, encontramos en el período esquiliano que en la física jónica. Mientras se revuelve en las rocas del Cáucaso, no obstante la incomodidad de su postura y de su hígado, nos entrega la noticia de que algo le fue regalado y que el hombre puede alcanzar por el conocimiento poético un conocimiento absoluto: "Enseñé asimismo la lisura de las entrañas y el color de ellas que agrada a los Demonios, y la cualidad favorable de la bilis y el hígado, y los muslos cubiertos de grasa. Quemando los luengos lomos, enseñé a los hombres el arte difícil de prever. Les he revelado los presagios del Fuego, que, tiempos atrás, eran oscuros. Tales son las cosas. ¿Y quién puede decir que ha encontrado antes de mí todas las riquezas ocultas para los hombres debajo de la tierra: el bronce, el hierro, la plata, el oro? Cierto estoy, a menos que quiera gloriarse en vano. Escucha, en fin, una sola palabra en compendio: todas las artes, Prometeo, se las he revelado a los Vivientes." Es decir, en pleno período mítico, el arte no es un misterio, siempre alcanza la proporción del hombre, pues el griego estuvo convencido que al poner las cosas en la luz, en su develamiento, adquirían un logos por la palabra. Los dioses portaban la claridad hasta el hombre y el teatro para la aparición no era el misterio. En los pensadores del período jónico, en Empédocles, por ejemplo, encontramos la misma formulación: "enseñaron los dioses al mortal todas las cosas ya desde el principio", nos dice. Las contracciones de la Moira devuelven a Orfeo, Proserpina o Polidoro. El hijo del rey de Príamo, ejecutado por Polimnéstor, abandona las cavernas y después de haber reconocido "al alma soberbia de Aquíles, gravemente suspirando por su hermana Políxena", se aposenta en el aire venturoso para contemplar los despojos de Troya. Hay un escamoteo o sustitución, en vez de cumplir un destino espantoso, surge la mentira primera ¿la mentira primera es la unidad primera?, ¿es la mentira primera el símbolo primero de que hablaba Nietzsche?, ¿hay en la raíz de esa mentira primera una sustitución o una contradicción? La maldición de la raza de los Atridas que llevó a Orestes al asesinato de su madre, en lo que Nietzsche llama "la primitiva teogonía tiránica del espanto", y el hecho de que la familia de los Atridas, los mejores, tienen que soportar un espantoso destino, son las revelaciones recibidas de Prometeo Piróforo, el que porta el fuego. Ya en ese período mítico, el hijo después que la madre ha envenenado al padre, y al tener que destruir la matria, desea una sustitución, una mentira primera, un destino revelado. Un destino espantoso, el horror, tiene que engendrarse en el pedir cuentas a las traiciones de la matria, y ante eso se busca una adecuación tan miserable como la adecuación celular, pero el hombre chilla y huye como un grotesco medioeval ante esa realización, ante el asco de la criatura frente al creador, y aunque en algunas de sus frases el griego introdujese el compás quedaba siempre rondado de un signo. Así vemos al griego en el período de los mitos, tratando las artes dentro de la revelación interpretada, pero el griego volvía a angustiarse en el período socrático o dialéctico al enfrentarse con el nacimiento del ser. La era mítica lo había enarcado hasta su destino, su espanto valía tanto como la sustitución que él hacía. La metáfora impulsando al hombre hasta su destino lo fortalecía. Ahora las metamorfosis del ser en su cuerpo al desconcertarlo lo debilitaban, preocupándose no ya de la unidad primordial, sino, en el período parmenídeo de la definición de la unidad por exclusión.
Rodeado de los mitos contemplamos la entrega, y después en el período perícleo la indecisión comienza a doblar las rodillas y a enarcar la semejanza. Pero siempre en la imitación o semejanza habrá la raíz de una progresión imposible, pues en la semejanza se sabe que ni siquiera podemos parejar dos objetos analogados. Y que su ansia de seguir, de penetrar y destruir el objeto, marcha sólo acompañada de la horrible vanidad de reproducir. Aquella posesión de secretos, la seguridad de la tierra revelada, cuando el mito es reemplazado por el ser, se torna en la semejanza, objeto de vacilaciones y esperas. Había recibido de los dioses y gozaba de un mundo interpretado. La semejanza en Aristóteles, va siendo ya para nosotros un concepto tan enigmático como el de imagen. ¿Qué es lo que imita el bailarín? Que la imitación ha de verse en el tiempo, lo prueba que su acompañamiento es de flautas y de cítaras. La imitación cobra su inapresable en relación con el aristotélico concepto de interrupción. La imitación cuyo concepto se precisaba en las épocas que subrayaban la importancia de toda convención, dándole total importancia a la imitación espacial de objetos o de modelos. Un modelo era un objeto realizado en el espacio y liberado de las corrosiones del devenir. Se congelaban las obras maestras que destilaban unos residuos fijos y unas cualidades igualmente espaciales que se asemejaban al coro. En el período mítico, el coro ondulaba y seguía al entonador, que marcaba una medida, indicaba y era el individuo, el actor. El coro vislumbraba al entonador, no al objeto. En la época períclea, los dialogantes son sucesivamente objetos, oyen como estatuas y al hablar trazan un modelo, no una entonación. Nos estaba revelando esa entonación, la medida para el hombre de cada una de las progresiones de la metáfora, al mismo tiempo que una penetración en la imagen, pues el que entona busca en las analogías de la conversación, los diálogos de las metáforas.
Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia u Orestes, que hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y aunque la metáfora ofrece su penetración, como toda metamorfosis en la reminiscencia de su claridad y cuerpo primordiales, y desconociendo al mensajero y desconociendo su penetración en la imagen, es la llegada primera de la imagen la que le presta a esa penetración, su penetración de conocimiento. Cada vez que Orestes reconoce a Ifigenia se ve obligado a subrayar cada una de sus metamorfosis encarnándolas en metáfora. Pues en la penetración o conocimiento de metáfora no se verifica una ocupación o saciada inundación, ya que en esas provincias, conocimiento y desconocimiento, se convierten en imagen y semejanza.
En toda metáfora hay como la suprema intención de lograr una analogía, de tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido... La lucha fratricida de Atreo y Tiestes, representada por Ifigenia en telas tejidas. Los retrocesos del sol representados en esos paños con hilacha fina en el primor. La cabellera situada en el sepulcro en lugar del cuerpo de Ifigenia. La lanza de Pélope colocada en el aposento de Ifigenia, mientras mantenía su virginidad, son momentos donde el conocimiento poético logra su reconocimiento. Y mientras se cumplen las progresiones del conocimiento, cada una de las metáforas ocupa su fragmento y espera el robo de la estatua que se despliega como imagen. Lleva la metáfora su epístola sin respuesta y en la espera se preludia el rapto. ¿Cómo es que el rey orando en el templo desconoce el misterio del traslado de la estatua? La estatua había contemplado las esquiveces de Ifigenia y fraguaba los castigos de Orestes en la aventura del robo de la imagen aumentada por la decisión final de Palas Atenea. Y el conocimiento por cada una de las metáforas que son como develamiento de las posibles coincidencias de las metamorfosis de Ifigenia, terminado su reencuentro en el robo de la estatua, como la imagen que prepara su nuevo desconocimiento para recorrer la ciudad.
Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y misteriosa en sus decisiones asociativas y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia oblicua. El momento de la metáfora se puede cumplir en un símbolo que encarne la misma persona: la relación entre el monarca y la imagen de la suerte de su poder llegaba a ser de tipo metafórico. Luis XI vivía frente al pueblo como una metáfora, y la imagen, favorable a los reyes medioevales, formaba la sustancia donde el pueblo veía su jerarquía interpretada. La metáfora y la imagen permanecen fuertes en el desciframiento directo y las pausas, las suspensiones, que entreabren tienen tal fuerza de desarrollo no causal que constituyen el reino de la absoluta libertad y donde la persona encarna la metáfora. El hombre y los pueblos pueden alcanzar su vivir de metáfora y la imagen, mantenida por la vivencia oblicua, puede trazar el encantamiento que reviste la unanimidad. El bosque y las ciudades no son el infinito paredón donde la interpretación otorga la cerrazón o el encantamiento, sino la penúltima, la suspensión, de donde brota la nueva cabalgata, el interminable ejército de diversos uniformes.

1948
(Analecta del reloj, 1953)

viernes, 9 de octubre de 2009

También sucede (Luz Helena Cordero)

Sucede que me canso de ser hombre...
Pablo Neruda
Sucede que me canso de ser mujer
ojal en el abrigo del tiempo
canoa en que viajan los deseos
aro en la oreja de la tierra
flor transitoria en la memoria
ola que amenaza y cae como niña
lengua que salpica la conciencia
mano ahíta de silencios
cuerpo sin énfasis en ángulos
jarra responsable del agua
del hambre que golpea en las ventanas
donde hay niños repentinos
y hombres con rostros elocuentes.
Sucede que no estoy cuando me buscan
ardo los anaqueles si es preciso
y para huir también los silencios.
Rueda la confusión en las paredes.
Quisiera lavar las culpas de los muertos.
Soy esa palabra que no acaba de salir
y resbala por los dedos
como una miel metafísica.
Sucede que me canso de ser mujer
jardín de adjetivos
menuda
tierna
quebradiza
con la única fuerza que llevo
con el único encargo que tengo
de sostener el mundo.

martes, 6 de octubre de 2009

XXXIX -Lucía Estrada-

Un silencio seco rodea la palabra. Todo termina y todo vuelve a comenzar. Son estos los minutos por venir, ya en la memoria. Un tiempo pasado y un tiempo futuro reunidos. Un tiempo dentro del tiempo. Y así como el coloso inmóvil, sus pies en ambas orillas, la palabra se abrirá al paso de las olas, y el arriba y el abajo, el mar golpeará con fuerza. En este vuelo del dragón a la serpiente, agua, no aire tibio.

Habitantes de hondos sonidos, lentas sílabas sumergidas, vendrá un segundo en que las aguas se retiren, y la palabra seque sus maderas hasta convertirlas otra vez en fueg

Blanco abismo:

el día las distrajo en su danza
y ahora son

negra escritura
sobre las hojas.

Lucía Estrada

Quien busca en el Libro

se sumerge en lo imposible

en la belleza de ir
tras un animal que ha muerto
del que sólo
permanece su sombra

el que encuentra
nada encuentra

salvo el fantasma de lo que fue
antes de que se iniciara la búsqueda.


Lucía Estrada

El círculo del poema- Lucía Estrada (dedicado a la niña de la mirada esquiva)


Cada poema abre otro silencio,
recorre las estancias últimas
de la palabra
para volver al todo.

Se precipita en el vacío
después de circular
de mano en mano,
de labio en labio
hasta que no queda ningún vestigio
de la sangre que acuñó su moneda.

Cada poema
un desafío al ojo atento
en el instante justo
de la caíd

lunes, 21 de septiembre de 2009

La bella y la bella (lola Velazco)

SIEMPRE que él la toca,
ella
se hace unos cortes
en la frente.
El rojo de la sangre
se vuelve tierra,
tierra mojada
y fría,
en sus ojos oscuros.

LA SANGRE
le oculta las lágrimas
que no han caído,
que no caerán.
Tiene una mirada negra
en contraste con lo pálido
de su piel
casi transparente.

TIEMBLO
y espero
a que la sangre
le llegue
a los labios,
como otras veces.

ELLA,
la mujer intacta,
me cubre el llanto
con sus senos
de agua
y arena.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Vivir (María Cinta Montagut)

Es comprender el cuerpo que habitamos,
Conocer el complejo de sus ríos internos,
El fluir de sus aguas hacia el mar
De otro cuerpo
De otras horas y días,
De otro azar.
Vivir
Es la aventura secreta de conocer el mundo
Que se esconde en las últimas células
En el cuarto que te inventa de noche
Cuando atraviesas el muro que te impide
Ser otro cuerpo,
Otras horas y días,
Otro azar.
vivir
es la palabra y su espejo

Chocan las palabras...(María Cinta Montagut)

Chocan las palabras
con el vacío de los objetos
con el frío de las afirmaciones
con el olvido.
Son esquirlas de sílabas
lo que encontramos en el hielo,
en el dibujo del día
en el no.
-En algún lugar de la palabra...
En algún lugar de la palabra
se esconde el plomo
que servirá para romper el sueño
o para atravesar muros o corazones.
La simetría de los nombres
se desbarata en las hojas en blanco
y los verbos transcurren en silencio
para no molestar.
En algún lugar de la palabra
se lucha cuerpo a cuerpo
para sobrevivir.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Muchacho loco: Cuando me miras ( Carilda Oliver)

Muchacho loco: cuando me miras
con disimulo de arriba a abajo
siento que arrancas tiras y tiras de mi refajo...

Muchacho cuerdo: cuando me tocas
como al descuido la mano, a veces,
siento que creces
y que en la carne te sobran bocas.

Y yo: tan seria, tan formalita,
tan buena joven, tan señorita,
para ocultarte también mi sed

te hablo de libros que no leemos,
de cosas tristes, del mar con remos,
te digo: usted.

Al dorso de un retrato (Carilda Oliver)

Mira el retrato...
¡Fíjate bien!:
en lo que tengo tras la sien
hay arrebato.
Y la sonrisa
que por el rostro pasea,
como enfermiza,
es pena fea.

¿No has observado
esta nariz?
Es un rarísimo desliz...
¡Vaya pecado!

En la garganta
ya casi pura
cantando canta
mi sepultura.

No he de ocultarte que por la frente
anda cautivo
un ser ausente,
peor que vivo.

Mira mi boca
-¿será de hada, será de bruja?-:
me la he cosido con una aguja;
herida antigua que se sofoca.
Jardín de rasos elementales,
ya no es un vino;
y aunque le corto ala y camino
tiene una furia, sufre unos males...

Aquí en el pecho
inútilmente, no sin razón,
loco, maltrecho,
mi corazón
el tiempo olvida;
por una estrella lo cambia todo,
y muy a su modo
hace la vida.

Estas orejas
guardan secretos interesantes,
músicas viejas,
voces de antes.

Lo que me pierde
y me aniquila
es la pupila
trágica, verde:
jade en que huyo,
mito en desgracia,
hoja de acacia,
luz de cocuyo.

A maravilla
el mármol finge
de alguna estatua, de alguna esfinge
esta mejilla;
y sin embargo
es suave y dulce como una pera
y sólo espera
un beso largo.

¿Y mi cabello?
Pobre tesoro,
pájaro bello,
lluvia de oro,
sube que sube
se enreda siempre con una nube.

Soy algo boba,
soy algo miope.
(Uno me daña y otro me roba);
pero ando en sueños siempre a galope.

¿Ves este cuello?
Pues se me enfría...
Lleva la muerte como un destello
de poesía.

Vida absoluta.
Hay cierta monja que nunca azoro,
hay cierta puta
aquí en mi carne. Con ambas lloro.

Cuando mañana se vuelva ayer
no haré del polvo un parentesco:
¡en el retrato siempre parezco
una mujer!

miércoles, 2 de septiembre de 2009

I antes de Freud.

si es algo en el ambiente
estan lloviendo nuestros sueños, rebotan contra el pavimento
¡jaja siiiiiiii! y se nos trepan por los pies y los pantalones empapapdossssssss yyyyyyy jaja
no llegan
no llegan
deberiamos dejar las sombrillas
y beber de los charcos a ver si recordamos lo indebido y olvidamos los quehaceres
ay siiiiii
charquitos
jaja pareceriamos palomas mutantes
bebiendo de charquitos
entonces ya nos verian con asco
perooooooo podriamos volar a donde quisieramos
exacto
y reinaríamos en el reflejo moldeandolo al antojo de nuestros aleteos
siiiiiiii y si alguien nos cae ma, regalito! bombaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

viernes, 28 de agosto de 2009

interior -fragmento. Maurice Maeterlink

EL ANCIANO. —¡Vivía esta mañana!... La encontré al salir de la iglesia... Me dijo que se
iba a ver a su abuela a la otra orilla de ese río donde la habéis encontrado... No sabía
cuándo me volvería a ver... Sin duda ha estado a punto de pedirme algo; después no se
ha atrevido, y se ha separado de mí bruscamente... Pero ahora lo recuerdo... ¡Y no vi
nada!... Sonreía, como sonríen los que quieren callarse o los que tienen miedo de que no
se les comprenda... Parecía que esperaba con pena... casi no me miraba...
EL FORASTERO. —Unos campesinos me han dicho que la han visto vagar sola hasta la
noche por la orilla... Creían que estaba buscando flores... Puede que su muerte...
EL ANCIANO. —No se sabe... ¿Se sabe nunca algo?... Acaso era de las que no quieren
decir nada, y cada uno lleva en sí mismo más de una razón para no vivir... No vemos
dentro del alma como vemos en esa habitación. Todas son así... No dicen más que cosas
indiferentes, y nadie sospecha nada... Vivimos meses y meses al lado de alguien que ya
no es de este mundo y cuya alma ya no puede inclinarse; le respondemos sin pensar en
ello, y ved lo que sucede... Parecen muñecas inmóviles, y en su corazón suceden tantos
acontecimientos... Ni ellas mismas saben lo que son... Hubiera vivido como viven las
demás... Hubiera dicho hasta el día de su muerte: “Señor, Señora”, “¿Lloverá esta
mañana?”; o “Vamos a almorzar; seremos trece a la mesa”; o “La fruta no ha madurado
todavía”. Hablan sonriendo de las flores que se han caído, y lloran en la oscuridad... Ni
un ángel vería lo que es preciso ver, y el hombre no comprende hasta después... Ayer
noche estaba ahí bajo la lámpara, como sus hermanas, y si esto no hubiese sucedido, no
las veríamos como hay que verlas... A mí me parece que las veo por primera vez... Hay
que añadir algo a la vida ordinaria antes de poder comprenderlas... Están a nuestro lado,
nuestros ojos no se apartan de ellas, y no las vemos hasta el momento en que se
marchan para siempre... y, sin embargo, ¡qué alma tan extraña debió de tener!; un alma
pobre, ingenua, inagotable, ¡hija mía!, si dijo lo que debe haber dicho, si ha hecho lo
que debe haber hecho...



(...)

EL ANCIANO. —Ya ves como también pierdes el valor... Harto sabía yo que no debíamos
mirar. Tengo cerca de ochenta y tres años y es la primera vez que me ha herido la vista
de la vida. No sé por qué todo lo que hacen me parece tan extraño y tan nuevo... Están
esperando de noche, sencillamente, a la luz de su lámpara, como hubiéramos nosotros
esperado a la luz de la nuestra; y, sin embargo, creo verlos desde lo alto de otro mundo,
porque sé una verdad pequeña que ellos no saben todavía. ¿Es eso, hijos míos?
Decidme, ¿por qué estáis también pálidos? ¿Hay acaso otra cosa que no pueda decirse y
que nos hace llorar? Yo no sabía que hubiese en la vida algo tan triste y que diese miedo
a los que lo miran... Y aunque no hubiese sucedido nada, me daría miedo verlos tan
tranquilos... Tienen demasiada confianza en este mundo... Están ahí separados del
enemigo por pobres ventanas... Creen que no sucederá nada porque han cerrado las
puertas, y no saben que siempre sucede algo en las almas y que el mundo no se acaba en
las puertas de las casas... Están tan seguros de su vida menuda y no sospechan que hay
otros que saben de ella más que ellos; y que yo, pobre viejo, aquí, a dos pasos de su
puerta, tengo entre las manos toda su menguada felicidad y no me atrevo a abrirlas...
MARÍA. —Tened compasión, abuelo...
EL ANCIANO. —Tenemos compasión de ellos, hija mía; pero nadie tiene compasión de
nosotros.
MARÍA. —Decídselo mañana, abuelo; decidlo cuando sea de día... No les dará tanta
pena...
EL ANCIANO. —Tal vez tengas razón... Valdría más dejar todo esto en la noche. Y la luz
consuela el dolor. Pero ¿qué nos dirían mañana? La desgracia hace celosos a los que la
padecen; y aquellos a quienes ha herido quieren saber antes que los extraños. No
quieren que se deje su desdicha en manos de los desconocidos... Parecería que les
habíamos robado algo...

jueves, 27 de agosto de 2009

Los Ciegos-fragmento. Maurice maetherlink

TERCER CIEGO DE NACIMIENTO. —Pero mirad al cielo: acaso veréis algo. (Todos
levantan la cabeza al cielo, excepto los TRES CIEGOS DE NACIMIENTO, que continúan mirando
al suelo.)
EL SEXTO CIEGO. —No sé si estamos bajo el cielo.
PRIMER CIEGO DE NACIMIENTO. —La voz resuena como si estuviésemos en una gruta.
EL CIEGO MÁS VIEJO. —Creo más bien que resuena así porque es de noche.
EL CIEGO JOVEN. —Me parece que siento en las manos la luz de la luna.
LA CIEGA MÁS VIEJA. —Creo que hay estrellas; las oigo.
LA CIEGA JOVEN. —Yo también.
PRIMER CIEGO DE NACIMIENTO. —Yo no oigo ruido ninguno.
SEGUNDO CIEGO DE NACIMIENTO. —¡Yo no oigo más ruido que el de nuestro aliento!
EL CIEGO MÁS VIEJO. —Creo que las mujeres tienen razón.
PRIMER CIEGO DE NACIMIENTO. —Nunca he oído las estrellas.
LOS OTROS DOS CIEGOS DE NACIMIENTO. —Nosotros tampoco. (Un enjambre de pájaros
nocturnos se precipita bruscamente entre las hojas.)
SEGUNDO CIEGO DE NACIMIENTO. —¡Escuchad! ¡Escuchad! ¿Qué hay sobre nosotros?
¿Oís?
EL CIEGO MÁS VIEJO. —¡Algo ha pasado entre el cielo y nosotros!
PRIMER CIEGO DE NACIMIENTO. —No conozco la naturaleza de ese ruido. Quisiera volver
al asilo.
SEGUNDO CIEGO DE NACIMIENTO. —¡Habría que saber dónde estamos!
EL SEXTO CIEGO. —He intentado levantarme; no hay más que espinas en derredor mío;
no me atrevo a extender las manos.
TERCER CIEGO DE NACIMIENTO. —¡Habría que saber dónde estamos!
EL CIEGO MÁS VIEJO. —¡No podemos saberlo!
EL SEXTO CIEGO. —Debemos de estar muy lejos de casa. No comprendo ninguno de los
ruidos.
TERCER CIEGO DE NACIMIENTO. —Desde hace tiempo estoy sintiendo el olor de las hojas
muertas.
EL SEXTO CIEGO. —¿Alguien ha visto la Isla en otro tiempo y puede decirnos dónde
estamos?
LA CIEGA MÁS VIEJA. —Éramos todos ciegos al llegar aquí.

miércoles, 19 de agosto de 2009

II (Rimas de Bécquer)

Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
sin adivinarse dónde
temblando se clavará;


hoja del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde a caer volverá;


gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa, y no sabe
qué playa buscando va;


luz que en los cercos temblorosos
brilla, próxima a expirar,
ignorándose cuál de ellos
el último brillará;


eso soy yo, que al acaso
cruzo el mundo, sin pensar
de dónde vengo, ni adónde
mis pasos me llevarán.

miércoles, 12 de agosto de 2009

La cena Miserable -César Vallejo

Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe ... Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.

Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido ...

Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado ...

Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos.
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.

De codos,
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.

Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba ...

martes, 11 de agosto de 2009

Trilce- XIII (César Vallejo)


Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
ante el hijar maduro del día.
Palpo el botón de dicha, está en sazón.
Y muere un sentimiento antiguo
degenerado en seso.

Pienso en tu sexo, surco más prolífico
y armonioso que el vientre de la Sombra,
aunque la Muerte concibe y pare
de Dios mismo.
Oh Conciencia,
pienso, sí, en el bruto libre
que goza donde quiere, donde puede.

Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.
Oh estruendo mudo.

Odumodneurtse!

lunes, 22 de junio de 2009

Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier

I

—¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desplomlaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.

II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel.

Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.

IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!» No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.

V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad.

Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas—relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, su sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala.

Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos. La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de «El Jardín de las Moodas». Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego. se jugó a la gallina ciega y al escondite.

Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca—así fuera de movida una guaracha—sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa.

Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.

VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...

Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario—como Don Abundio—por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones-órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda—cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salla, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debla amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

XI

Cuando Marcial adquirió el habito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

—¡Guau, guau!—dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos

XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro, volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

miércoles, 13 de mayo de 2009

FELICIDAD CLANDESTINA(Clarice Lispector)


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.

¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

1964 (Borges)

1964


I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado
Ya no compartirás la clara luna
Ni los lentos jardines. Ya no hay una
Luna que no sea espejo del pasado,
Cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
Que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
La fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
Sino lo que no tiene y no ha tenido
Nunca, pero no basta ser valiente
Para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
Y te puede matar una guitarra.



II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta
Y aunque las horas son tan largas, una
Oscura maravilla nos acecha,
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste debe ser borrada;
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

JORGE LUIS BORGES ("El otro, el mismo")

lunes, 11 de mayo de 2009

LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO(Cervantes)

Soneto

¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!

Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.

viernes, 8 de mayo de 2009

Babelogue (Patty Smith)

I haven't fucked much with the past, but I've fucked plenty with the future.
Over the skin of silk are scars from the splinters of stations and walls I've caressed.
A stage is like each bolt of wood, like a log of Helen, is my pleasure.
I would measure the success of a night by the way by the way by the amount of piss and seed I could exude over the columns that nestled the P.A.
Some nights I'd surprise everybody by skipping off with a skirt of green net sewed over with flat metallic circles which dazzled and flashed.
The lights were violet and white. I had an ornamental veil, but I couldn't bear to use it.
When my hair was cropped, I craved covering, but now my hair itself is a veil, and the scalp inside is a scalp of a crazy and sleepy Comanche lies beneath this netting of the skin.
I wake up. I am lying peacefully I am lying peacefully and my knees are open to the sun.
I desire him, and he is absolutely ready to seize me. In heart I am a Moslem; in heart I am an American;
In heart I am Moslem, in heart I'm an American artist, and I have no guilt.
I seek pleasure. I seek the nerves under your skin.
The narrow archway; the layers; the scroll of ancient lettuce.
We worship the flaw, the belly, the belly, the mole on the belly of an exquisite whore.
He spared the child and spoiled the rod. I have not sold myself to God.

Rock n Roll Nigger -fragmento patty Smith


those who have suffered, understand suffering,
and thereby extend their hand
the storm that brings harm
also makes fertile
blessed is the grass
and herb and the true thorn and light)

I was lost in a valley of pleasure.
I was lost in the infinite sea.
I was lost, and measure for measure,
love spewed from the heart of me.
I was lost, and the cost,
and the cost didn't matter to me.
I was lost, and the cost
was to be outside society.

martes, 5 de mayo de 2009

fragmento

Un ruiseñor preso en la red de un cazador
Cantó con más dulzura que nunca,
Como si la fugaz melodía
Pudiera volar y apartar la red.

Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir,
Pero las canciones pueden vivir eternamente.


(un pequeño canto que aparece en la novela de Ken Follet, Los pilares de la tierra)

domingo, 3 de mayo de 2009

CRISANTEMOS(J.C)


(Chrisantemun silence)

No hablan de nada.
Largos silencios
llenan la plática
de indecible blancura.

PROPOSICIONES(Jorge Cadavid)


Una gota no es una esfera
Una montaña no es una parábola
Un insecto no es un punto
Un rayo no es una lìnea
El caos opera con todas las escalas simultaneamente
Evita las simetrías
Dios no es geometría

ABDUCIR(J.C)

Un dado ilegible
entre el pulgar y el ìndice
lanzado al pie de las letras
decide la sintaxis del poema.

EL SABOR DE LO REAL(Jorge Cadavid)


La luz se repliega
sobre la mesa
como un signo errante
De regreso corta el pan.

LAPSUS(Jorge Cadavid)

¿En donde estamos?
En las palabras
¿Perdidos en todas las palabras?
En todas y en ninguna
Uno se pierde a cada instante.

TEXTO (Jorge Cadavid)

Las luciérnagas redactan
esta noche en el firmamento
con febriles caracteres
un texto intermitente
Los signos constelados
parpadean silábicamente

martes, 28 de abril de 2009

DE MAL - EN PEOR(Miguel Hernández)

"Dame, aunque se horroricen los gitanos
(dije una vez hablando a la serpiente,
con un deseo de pecar ferviente),
veneno activo el más de los manzanos."

Inauditos esfuerzos, soberanos,
ahora mi voluntad frecuentemente
hace por no caer en la pendiente
de mi gusto, mis ojos y mis manos.

Antes no me esforzaba y me caía;
y ahora que, con un tacto, un susto, un cuido,
voy sobre los cristales de este mundo,

no me levanto ni me acuesto día
que malvado cien veces no haya sido,
ni que caiga más vil y más profundo.

jueves, 23 de abril de 2009

Carta de apolo (en Adjunta al Parnaso, Miguel de Cervantes S)

Privilegios, ordenanzas y advertencias
que Apolo envía a los poetas
españoles


Es el primero, que algunos poetas sean conocidos tanto por el desaliño de sus personas como por la fama de sus versos.

Ítem, que si algún poeta dijere que es pobre, sea luego creído por su simple palabra, sin otro juramento o averiguación alguna.

Ordénase que todo poeta sea de blanda y de suave condición, y que no mire en puntos, aunque los traiga sueltos en sus medias.

Ítem, que si algún poeta llegare a casa de algún su amigo o conocido, y estuvieren comiendo, y le convidare, que, aunque él jure que ya ha comido, no se le crea en ninguna manera, sino que le hagan comer por fuerza, que en tal caso no se le hará muy grande.

Ítem, que el más pobre poeta del mundo, como no sea de los Adanes y Matusalenes, pueda decir que es enamorado, aunque no lo esté, y poner el nombre a su dama como más le viniere a cuento: ora llamándola Amarili, ora Anarda, ora Clori, ora Filis, ora Fílida, o ya Juana Téllez, o como más gustare, sin que desto se le pueda pedir ni pida razón alguna.

Ítem, se ordena que todo poeta, de cualquiera calidad y condición que sea, sea tenido y le tengan por hijodalgo, en razón del generoso ejercicio en que se ocupa, como son tenidos por cristianos viejos los niños que llaman de la piedra.

Ítem, se advierte que ningún poeta sea osado de escribir versos en alabanzas de príncipes y señores, por ser mi intención y advertida voluntad que la lisonja ni la adulación no atraviesen los umbrales de mi casa.

Ítem, que todo poeta cómico que felizmente hubiere sacado a luz tres comedias, pueda entrar sin pagar en los teatros, si ya no fuere la limosna de la segunda puerta, y aun esta, si pudiere ser, la escuse.

Ítem, se advierte que si algún poeta quisiere dar a la estampa algún libro que él hubiere compuesto, no se dé a entender que por dirigirle a algún monarca el tal libro ha de ser estimado, porque si él no es bueno, no le adobará la dirección, aunque sea hecha al prior de Guadalupe.

Ítem, se advierte que todo poeta no se desprecie de decir que lo es; que si fuere bueno, será digno de alabanza; y si malo, no faltará quien lo alabe; que cuando nace la escoba, etc.

Ítem, que todo buen poeta pueda disponer de mí y de lo que hay en el cielo a su beneplácito; conviene a saber: que los rayos de mi cabellera los pueda trasladar y aplicar a los cabellos de su dama, y hacer dos soles sus ojos, que conmigo serán tres, y así andará el mundo más alumbrado; y de las estrellas, signos y planetas puede servirse de modo que, cuando menos lo piense, la tenga hecha una esfera celeste.

Ítem, que todo poeta a quien sus versos le hubieren dado a entender que lo es, se estime y tenga en mucho, ateniéndose a aquel refrán: "Ruin sea el que por ruin se tiene".

Ítem, se ordena que ningún poeta grave haga corrillo en lugares públicos recitando sus versos; que los que son buenos, en las aulas de Atenas se habían de recitar, que no en las plazas.

Ítem, se da por aviso particular que si alguna madre tuviere hijos pequeñuelos traviesos y llorones, los pueda amenazar y espantar con el coco, diciéndoles: «Guardaos, niños, que viene el poeta fulano, que os echará con sus malos versos en la sima de Cabra o en el pozo Airón».

Ítem, que los días de ayuno no se entienda que los ha quebrantado el poeta que aquella mañana se ha comido las uñas al hacer de sus versos.

Ítem, se ordena que todo poeta que diere en ser espadachín, valentón y arrojado, por aquella parte de la valentía se le desagüe y vaya la fama que podía alcanzar por sus buenos versos.

Ítem, se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copla entera, que en tal caso tan ladrón es como Caco.

Ítem, que todo buen poeta, aunque no haya compuesto poema heroico, ni sacado al teatro del mundo obras grandes, con cualesquiera, aunque sean pocas, pueda alcanzar renombre de divino, como le alcanzaron Garcilaso de la Vega, Francisco de Figueroa, el capitán Francisco de Aldana y Hernando de Herrera.

Ítem, se da aviso que si algún poeta fuere favorecido de algún príncipe, ni le visite a menudo ni le pida nada, sino déjese llevar de la corriente de su ventura; que el que tiene providencia de sustentar las sabandijas de la tierra y los gusarapos del agua, la tendrá de alimentar a un poeta, por sabandija que sea.

En suma, estos fueron los privilegios, advertencias y ordenanzas que Apolo me envió y el señor Pancracio de Roncesvalles me trujo, con quien quedé en mucha amistad; y los dos quedamos de concierto de despachar un propio con la respuesta al señor Apolo, con las nuevas desta Corte. Daráse noticia del día, para que todos sus aficionados le escriban.

* Señalé las que más me plugaron el ánimo

jueves, 16 de abril de 2009

Discurso del pescador (Jorge Cadavid)

Pescar desde muy alto
un cuerpo de escritura escamada
Las letras componen un cardumen
la lectura ondula los renglones
La palabra ahogada
flota entre dos aguas

miércoles, 15 de abril de 2009

Embriagaos (Baudelaire)

Hay que estar siempre ebrio. Nada más; esta es toda la cuestión. Para no sentir el peso horrible del tiempo, que os quiebra la espalda y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin parar.
¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.
Y si alguna vez, en las escaleras de un palacio, en la verde hierba de una zanja, en la soledad sombría de vuestro cuarto, os despertáis, porque ha disminuido o ha desaparecido vuestra embriaguez, preguntad al viento, a las olas, a las estrellas, a los pájaros, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que gira, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, las olas, las estrellas, los pájaros, el reloj, os contestarán: "¡Es la hora de embriagarse!" Para no ser los esclavos martirizados del tiempo, embriagaos; embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud, como queráis.

martes, 7 de abril de 2009

LA AMISTAD DE LAS ESTRELLAS. (de Gaya ciencia)

LA AMISTAD DE LAS ESTRELLAS. Éramos amigos y nos hemos vuelto extraños. Pero está bien que sea así, y no queremos ocultarnos ni ofuscarnos como si tuviésemos que avergonzarnos de ello. Somos dos barcos y cada uno tiene su meta y su rumbo; bien podemos cruzarnos y celebrar juntos una fiesta, como lo hemos hecho - y los valerosos barcos estaban fondeados luego tan tranquilos en un puerto y bajo un sol que parecía como si hubiesen arribado ya a la meta y hubiesen tenido una meta. Pero la fuerza todopoderosa de nuestras tareas nos separó e impulsó luego hacia diferentes mares y regiones del sol, y tal vez nunca más nos veremos - tal vez nos volveremos a ver, pero no nos reconoceremos de muevo: ¡los diferentes mares y soles nos habrán trasformado! Que tengamos que ser extraños uno para el otro, es la ley que está sobre nosotros: ¡por eso mismo hemos de volvernos más dignos de estimación uno al otro! ¡Por eso mismo ha de volverse más sagrado el recuerdo de nuestra anterior amistad! Probablemente existe una enorme e invisible curva y órbita de estrellas, en la que puedan estar contenidos como pequeños tramos nuestros caminos y metas tan diferentes -¡elevémonos hacia ese pensamiento! Pero nuestra vida es demasiado corta y demasiado escaso el poder de nuestra visón, como para que pudiéramos ser algo más que amigos, en el sentido de aquella sublime posibilidad. Y es así como queremos creer en nuestra amistad de estrellas, aun cuando tuviéramos que ser enemigos en la tierra

EL PESO MÁS GRANDE.(de la Gaya Ciencia, Nietzsche)

EL PESO MÁS GRANDE. ¿Qué ocurriría si, un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: �Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y ada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!�? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: �Tu eres un dios y jamás oí nada más divino�? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: �Quieres esto otra vez e innumerables veces más?� pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?

lunes, 30 de marzo de 2009

La vereda de la puerta de atrás (extremoduro)

Si no fuera porque hice colocado
el camino de tu espera
me habría desconectado;
condenado
a mirarte desde fuera
y dejar que te tocara el sol.

Y si fuera
mi vida una escalera
me la he pasado entera
buscando el siguiente escalón,
convencido
que estás en el tejado
esperando a ver si llego yo.

Y dejar de lado la vereda de la puerta de atrás
por donde te vi marchar
como una regadera que la hierba hace que vuelva a brotar
y ahora es todo campo ya.

Sus soldados
son flores de madera
y mi ejército no tiene
bandera, es sólo un corazón
condenado
a vivir entre maleza
sembrando flores de algodón.

Si me espera
la muerte traicionera
y antes de repartirme
del todo, me veo en un cajón,
que me entierren
con la picha por fuera
pa que se la coma un ratón.

Y muere a todas horas gente dentro de mi televisor ;
quiero oír alguna canción
que no hable de sandeces y que diga que no sobra el amor
y que empiece en sí y no en no.

Y dejar de lado la vereda de la puerta de atrás
por donde te vi marchar
como una regadera que la hierba hace que vuelva a brotar
y ahora es todo campo ya.

Dices que a veces no comprendes qué dice mi voz .
-¿Cómo quieres que esté dentro de tu ombligo?-
Si entre los dedos se me escapa volando una flor
y ella solita va marcando el camino.

Dices que a veces no comprendes qué dice mi voz
¿Cómo quieres que yo sepa lo que digo?
Si entre los dedos se me escapa volando una flor
y yo la dejo que me marque el camino.

martes, 24 de marzo de 2009

Caballero andante (¡No me dejéis asíííí!) -extremoduro

¿Acaso no has visto el cartel?:
"Prohibida la entrada de ranas".
Y el cerebro se me empieza a deshacer,
pero yo no estoy loco, -¡que yo no estoy loca!-,
que yo no estoy loco.
Y ahora, ¿a qué vamos a jugar?
Sueño de aroma, y luego... nada;
andrajos, rencor, filosofía.
Roto en tu espejo tu mejor idilio,
y ya de espaldas a la vida,
es tu oración de la mañana:
¡Oh!, ¡para ser ahorcado, hermoso día! (1)

Salgo de cero; lo primero, el frío y el calor.
Luego me dejo llevar.
Salgo de cero, a ver si entiendo la vida mejor,
luego me estudio cada sensación.
Salgo de cero; lo primero aprender a volar.
Luego me dejo caer.
Salgo de cero, y voy dejando todo tan atrás
que hoy no me vale la ropa de ayer.
Cuando no hay nada que hacer,
yo puedo ser, con rocín flaco y galgo corredor.
Cuando no hay nada que hacer,
vuelvo a empezar: soy Don Quijote,
y el molino -¿dónde está?
Dejo de ser con rocín flaco y galgo corredor;
cuando no hay nada que hacer puedo elegir
¡Paso de todo! ¡Quieto, jabalí!
Ni tú, ni yo, ni perro que nos ladre,
ni el calor del sol.

Hoy morirán hojas y animales,
más no morirán para siempre.
Y en su transformación de mañana
darán con más calor,
a la tierra de su muerte,
pasado mañana, brotes de esperanza.
¡Y yo no he muerto!.
Si tengo frío, me caliento.
Si tengo miedo -que no lo tengo- susurro y pienso,
y para mañana, ya me he comido
mi pequeña ración de esperanza. (2)


(1) Extraído del libro "Las soledades del muro" de Marcos Ana.
(2) Extraído del poema "Una sola puerta abierta" de Manolillo Chinato.

lunes, 23 de marzo de 2009

IDEARIO(Francisco M. Ortega, del libro Cuenta atrás.)

Me da vértigo el punto muerto
y la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.
Me angustia el cruce de miradas
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.
Me da pena la vida, los cambios de sentido,
las señales de stop y los pasos perdidos.
Me agobian las medianas,
las frases que están hechas,
los que nunca saludan y los malos profetas.
Me fatigan los dioses bajados del Olimpo
a conquistar la Tierra
y los necios de espíritu.
Me entristecen quienes me venden clines
en los pasos de cebra,
los que enferman de cáncer
y los que sólo son simples marionetas.

Me aplasta la hermosura
de los cuerpos perfectos,
las sirenas que ululan en las noches de fiesta,
los códigos de barras,
el baile de etiquetas.
Me arruinan las prisas y las faltas de estilo,
el paso obligatorio, las tardes de domingo
y hasta la línea recta.
Me enervan los que no tienen dudas
y aquellos que se aferran
a sus ideales sobre los de cualquiera.
Me cansa tanto tráfico
y tanto sinsentido,
parado frente al mar mientras que el mundo gira.

¿Qué putas puedo?(Jaime Sabines)

¿Qué putas puedo hacer con mi rodilla,
con mi pierna tan larga y tan flaca,
con mis brazos, con mi lengua,
con mis flacos ojos?
¿Qué puedo hacer en este remolino
de imbéciles de buena voluntad?
¿Qué puedo con inteligentes podridos
y con dulces niñas que no quieren hombre sino poesía?
¿Qué puedo entre los poetas uniformados
por la academia o por el comunismo?
¿Qué, entre vendedores o políticos
o pastores de almas?
¿Qué putas puedo hacer, Tarumba,
si no soy santo, ni héroe, ni bandido,
ni adorador del arte,
ni boticario,
ni rebelde?
¿Qué puedo hacer si puedo hacerlo todo
y no tengo ganas sino de mirar y mirar?

Poema Es Inaudible (Jose Lezama Lima)

Poema Es Inaudible de Jose Lezama Lima

Es inaudible,
no podremos saber si las hojas
se acumulan y suenan al encaramarse
la mirona lagartija sobre la hoja.
Nos roza la frente
y creemos que es un pañuelo
que nos está tapando los ojos.
El oro caminaba
después hacia la hoja
y la hoja iba hacia la casa
vacía del otoño, donde lo inaudible
se abrazaba con lo invisible
en un silencioso gesto de júbilo.
Lo inaudible
gustaba del vuelo de las hojas,
reposaba entre el árbol inmóvil
y el río de móvil memoria.
Mientras lo inaudible lograba
su reino, la casa oscilaba,
pero su interior permanecía intocable.
De pronto, una chispa
se unió a lo inaudible
y comenzó a arder escondido
debajo del sonido facetado del espejo.
La casa recuperó su movilidad
y comenzó de nuevo a navegar.

Lo que vemos de las cosas (Pessoa)

Lo que vemos de las cosas son las cosas.
¿Por qué veríamos una cosa si hubiese otra?
¿Por qué ver y oír sería engañarnos
si ver y oír son ver y oír?

Lo esencial es saber ver,
saber ver sin estar pensando,
saber ver cuando se ve,
y no pensar cuando se ve
ni ver cuando se piensa.

Mas eso (¡tristes de nosotros que llevamos el alma vestida!),
eso exige un estudio profundo,
un aprendizaje de desaprender
y un secuestro en la libertad de aquel convento
de que los poetas dicen que las estrellas son monjas eternas,
y las flores las penitentes convictas de un solo día.
Mas donde al final las estrellas no son sino estrellas
ni las flores sino flores,
siendo por ello que estrellas y flores las llamamos.