martes, 17 de noviembre de 2009

Ni me entiendo ni me entienden-Concha Méndez

Ni me entiendo ni me entienden;
ni me sirve alma ni sangre;
lo que veo con mis ojos
no lo quiero para nadie.

Todo es extraño a mí misma,
hasta la luz, hasta el aire,
porque ni acierto a mirarla;
ni sé cómo respirarle.

Y si miro hacia la sombra
donde la luz se deshace,
temo también deshacerme
y entre la sombra quedarme
confundida para siempre
en ese misterio grande.

lunes, 9 de noviembre de 2009

LAS IMAGENES POSIBLES -Lezama

Apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el nacido dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad, continuo. Su testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de nacer, va saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen. La imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles. El hecho mismo de su aproximación indisoluble, en los textos, de imagen y semejanza, marca su poder díscolo y cómo quedará siempre como la pregunta del inicio y de la despedida; pues cuanto más nos acerquemos a un objeto o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más grotesca precisión que es un imposible, una ruptura sin nemósine de lo anterior. Ni es posible que un orgullo desacordado al enarcar la red de la imagen pueda prescindir de la constitución de los cuerpos de donde partió. La semejanza de una imagen y la imagen de una semejanza, unen a la semejanza con la imagen, como el fuego y la franja de sus colores. En realidad, cuando más elaborada y exacta es una semejanza a una Forma, la imagen es el diseño de su progresión. Y es cierto que una imagen ondula y se desvanece sino se dirige, o al menos logra reconstruir un cuerpo o un ente. Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen; él siempre se ha sentido como un cuerpo que se sabe imagen, pues el cuerpo al tomarse a sí mismo como cuerpo, verifica tomar posesión de una imagen. Y la imagen al verse y reconstruirse como imagen crea una sustancia poética, como una huella o una estela que se cierran con la dureza de un material extremadamente cohesivo. Pues solamente de la traición a una imagen es de lo que se nos puede pedir cuenta y rendimiento. Todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen y el mismo testimonio corporal se ve obligado a irse al pozo donde la imagen despereza soltando sus larvas. Y la escisión de semejanza e imagen presupondría un cuerpo bordeado como un ejercicio en sus límites imposibles. Límite que sería un ejercicio, no la inocencia ni el don órfico del canto. Y como la semejanza a una Forma esencial es infinita, paradojalmente, es la imagen el único testimonio de esa semejanza que así justifica su voracidad de Forma, su penetración, la única posible, en el reverso que se fija.
De ese mismo testimonio, el desdoblamiento del cuerpo y ser se sitúa en esa interposición de la imagen. Cómo concurre el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, sus sobrantes, las libres exploraciones que cumple antes de regresar a su morada. Cómo ese ser puede contemplar el cuerpo formando la imagen o el mismo ser reocupando el cuerpo para formar un objeto. Pero tanto el nacimiento de ese ser dentro del cuerpo, como sus vicisitudes, o en ocasiones su oscuro desenvolvimiento, sólo puede ser testificado por la imagen; pues si el ser tomase proporcionada posesión del cuerpo o si el cuerpo fuese su justa y absoluta morada, la imagen desaparecería o habitaría una planicie sin cogitación posible. Ya que el viaje incógnito de ese ser hasta posarse en nosotros y su posterior definitiva despedida, forma un ente, el cuerpo de la imagen, ¿nadie podrá volver a pasar por allí? Las interposiciones entre lo sucesivo; las pavorosas distancias entre una y otra ventana y la tropa en que cada guerrero estrena un distinto uniforme, y que forman las espumantes, indetenibles metamorfosis. Cada objeto hierve y entrega sucesión. La jarra suda su agua estancada, y de esa podredumbre estática, donde se sientan los insectos a esperar, la flor conduce su testa en la frialdad aconsejable para su frente. A la maravilla de que entre esos saltos se establecen interposiciones, imágenes, queda esa distancia vacía evidenciada en la metáfora. Las vicisitudes de un hombre que se desplaza y las vivencias de ese desplazamiento llegan a nosotros como un todo que ni exhala ni absorbe, pues la red de las imágenes forma la imagen, y aquel desfile de guerreros de distinto uniforme se convierte ahora en el primero que llega a la puerta o en el que se aleja desmesuradamente. Tanto una brutal cercanía como el más progresivo alejamiento, forman un inmediato capaz de endurecer y resistir la imagen, y a pesar de esa distancia será siempre lo primero que llega. De cada metamorfosis, de cada no respuesta, de cada súbita unidad de ruptura y de interposición, se crea esa imagen que no se desvanece, y las palabras que vamos saltando, despreciando su primera imantación asociativa; la otra cohesión que exige de la palabra la metáfora ofrece en su contrapunto, la formación de ese otro cuerpo integrado por la sustancia poética que ha logrado el ente de creación, el germen sucesivo, ya que lo primero que llega es el siempre que se va quedando.
En el período mítico helenístico, siglo vii a. C., el concepto de revelación encarnada se verifica con una ingenua desenvoltura. La causalidad se borra y lo primero que llega toma agudeza y precisión. El arte en el período mítico, en aparente paradoja, aparece gobernado y como una entrega que se ha hecho a totalidad. Encontramos la misma destreza, y como la eterna ocupación de algo que le fue entregado al hombre. La misma sensación de posesión, y no de tierra desconocida, encontramos en el período esquiliano que en la física jónica. Mientras se revuelve en las rocas del Cáucaso, no obstante la incomodidad de su postura y de su hígado, nos entrega la noticia de que algo le fue regalado y que el hombre puede alcanzar por el conocimiento poético un conocimiento absoluto: "Enseñé asimismo la lisura de las entrañas y el color de ellas que agrada a los Demonios, y la cualidad favorable de la bilis y el hígado, y los muslos cubiertos de grasa. Quemando los luengos lomos, enseñé a los hombres el arte difícil de prever. Les he revelado los presagios del Fuego, que, tiempos atrás, eran oscuros. Tales son las cosas. ¿Y quién puede decir que ha encontrado antes de mí todas las riquezas ocultas para los hombres debajo de la tierra: el bronce, el hierro, la plata, el oro? Cierto estoy, a menos que quiera gloriarse en vano. Escucha, en fin, una sola palabra en compendio: todas las artes, Prometeo, se las he revelado a los Vivientes." Es decir, en pleno período mítico, el arte no es un misterio, siempre alcanza la proporción del hombre, pues el griego estuvo convencido que al poner las cosas en la luz, en su develamiento, adquirían un logos por la palabra. Los dioses portaban la claridad hasta el hombre y el teatro para la aparición no era el misterio. En los pensadores del período jónico, en Empédocles, por ejemplo, encontramos la misma formulación: "enseñaron los dioses al mortal todas las cosas ya desde el principio", nos dice. Las contracciones de la Moira devuelven a Orfeo, Proserpina o Polidoro. El hijo del rey de Príamo, ejecutado por Polimnéstor, abandona las cavernas y después de haber reconocido "al alma soberbia de Aquíles, gravemente suspirando por su hermana Políxena", se aposenta en el aire venturoso para contemplar los despojos de Troya. Hay un escamoteo o sustitución, en vez de cumplir un destino espantoso, surge la mentira primera ¿la mentira primera es la unidad primera?, ¿es la mentira primera el símbolo primero de que hablaba Nietzsche?, ¿hay en la raíz de esa mentira primera una sustitución o una contradicción? La maldición de la raza de los Atridas que llevó a Orestes al asesinato de su madre, en lo que Nietzsche llama "la primitiva teogonía tiránica del espanto", y el hecho de que la familia de los Atridas, los mejores, tienen que soportar un espantoso destino, son las revelaciones recibidas de Prometeo Piróforo, el que porta el fuego. Ya en ese período mítico, el hijo después que la madre ha envenenado al padre, y al tener que destruir la matria, desea una sustitución, una mentira primera, un destino revelado. Un destino espantoso, el horror, tiene que engendrarse en el pedir cuentas a las traiciones de la matria, y ante eso se busca una adecuación tan miserable como la adecuación celular, pero el hombre chilla y huye como un grotesco medioeval ante esa realización, ante el asco de la criatura frente al creador, y aunque en algunas de sus frases el griego introdujese el compás quedaba siempre rondado de un signo. Así vemos al griego en el período de los mitos, tratando las artes dentro de la revelación interpretada, pero el griego volvía a angustiarse en el período socrático o dialéctico al enfrentarse con el nacimiento del ser. La era mítica lo había enarcado hasta su destino, su espanto valía tanto como la sustitución que él hacía. La metáfora impulsando al hombre hasta su destino lo fortalecía. Ahora las metamorfosis del ser en su cuerpo al desconcertarlo lo debilitaban, preocupándose no ya de la unidad primordial, sino, en el período parmenídeo de la definición de la unidad por exclusión.
Rodeado de los mitos contemplamos la entrega, y después en el período perícleo la indecisión comienza a doblar las rodillas y a enarcar la semejanza. Pero siempre en la imitación o semejanza habrá la raíz de una progresión imposible, pues en la semejanza se sabe que ni siquiera podemos parejar dos objetos analogados. Y que su ansia de seguir, de penetrar y destruir el objeto, marcha sólo acompañada de la horrible vanidad de reproducir. Aquella posesión de secretos, la seguridad de la tierra revelada, cuando el mito es reemplazado por el ser, se torna en la semejanza, objeto de vacilaciones y esperas. Había recibido de los dioses y gozaba de un mundo interpretado. La semejanza en Aristóteles, va siendo ya para nosotros un concepto tan enigmático como el de imagen. ¿Qué es lo que imita el bailarín? Que la imitación ha de verse en el tiempo, lo prueba que su acompañamiento es de flautas y de cítaras. La imitación cobra su inapresable en relación con el aristotélico concepto de interrupción. La imitación cuyo concepto se precisaba en las épocas que subrayaban la importancia de toda convención, dándole total importancia a la imitación espacial de objetos o de modelos. Un modelo era un objeto realizado en el espacio y liberado de las corrosiones del devenir. Se congelaban las obras maestras que destilaban unos residuos fijos y unas cualidades igualmente espaciales que se asemejaban al coro. En el período mítico, el coro ondulaba y seguía al entonador, que marcaba una medida, indicaba y era el individuo, el actor. El coro vislumbraba al entonador, no al objeto. En la época períclea, los dialogantes son sucesivamente objetos, oyen como estatuas y al hablar trazan un modelo, no una entonación. Nos estaba revelando esa entonación, la medida para el hombre de cada una de las progresiones de la metáfora, al mismo tiempo que una penetración en la imagen, pues el que entona busca en las analogías de la conversación, los diálogos de las metáforas.
Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia u Orestes, que hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y aunque la metáfora ofrece su penetración, como toda metamorfosis en la reminiscencia de su claridad y cuerpo primordiales, y desconociendo al mensajero y desconociendo su penetración en la imagen, es la llegada primera de la imagen la que le presta a esa penetración, su penetración de conocimiento. Cada vez que Orestes reconoce a Ifigenia se ve obligado a subrayar cada una de sus metamorfosis encarnándolas en metáfora. Pues en la penetración o conocimiento de metáfora no se verifica una ocupación o saciada inundación, ya que en esas provincias, conocimiento y desconocimiento, se convierten en imagen y semejanza.
En toda metáfora hay como la suprema intención de lograr una analogía, de tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido... La lucha fratricida de Atreo y Tiestes, representada por Ifigenia en telas tejidas. Los retrocesos del sol representados en esos paños con hilacha fina en el primor. La cabellera situada en el sepulcro en lugar del cuerpo de Ifigenia. La lanza de Pélope colocada en el aposento de Ifigenia, mientras mantenía su virginidad, son momentos donde el conocimiento poético logra su reconocimiento. Y mientras se cumplen las progresiones del conocimiento, cada una de las metáforas ocupa su fragmento y espera el robo de la estatua que se despliega como imagen. Lleva la metáfora su epístola sin respuesta y en la espera se preludia el rapto. ¿Cómo es que el rey orando en el templo desconoce el misterio del traslado de la estatua? La estatua había contemplado las esquiveces de Ifigenia y fraguaba los castigos de Orestes en la aventura del robo de la imagen aumentada por la decisión final de Palas Atenea. Y el conocimiento por cada una de las metáforas que son como develamiento de las posibles coincidencias de las metamorfosis de Ifigenia, terminado su reencuentro en el robo de la estatua, como la imagen que prepara su nuevo desconocimiento para recorrer la ciudad.
Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y misteriosa en sus decisiones asociativas y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia oblicua. El momento de la metáfora se puede cumplir en un símbolo que encarne la misma persona: la relación entre el monarca y la imagen de la suerte de su poder llegaba a ser de tipo metafórico. Luis XI vivía frente al pueblo como una metáfora, y la imagen, favorable a los reyes medioevales, formaba la sustancia donde el pueblo veía su jerarquía interpretada. La metáfora y la imagen permanecen fuertes en el desciframiento directo y las pausas, las suspensiones, que entreabren tienen tal fuerza de desarrollo no causal que constituyen el reino de la absoluta libertad y donde la persona encarna la metáfora. El hombre y los pueblos pueden alcanzar su vivir de metáfora y la imagen, mantenida por la vivencia oblicua, puede trazar el encantamiento que reviste la unanimidad. El bosque y las ciudades no son el infinito paredón donde la interpretación otorga la cerrazón o el encantamiento, sino la penúltima, la suspensión, de donde brota la nueva cabalgata, el interminable ejército de diversos uniformes.

1948
(Analecta del reloj, 1953)